Este blog nace a partir del libro La riuada de Franco con la intención de divulgar nuevos datos sobre las inundaciones del Vallés de 1962. Coincidiendo con el 50 aniversario de aquella catástrofe colectiva, el libro, escrito por Ferran Sales i Aige y Lluís Sales i Favà, destapa las pugnas políticas, la propaganda y la corrupción que desataron aquellas riadas.


8 oct 2012

El anillo del obispo de Valencia de 1957

En la historia de los desastres naturales de la España del siglo XX destacan dos inundaciones; la riada de Valencia de 1957 y la 'riuada' del Vallès, en 1962. Aunque los daños y el número de víctimas que se contabilizaron en cada una de estas dos tragedias no son ni por asomo los mismos –Valencia, 99 muertos, frente a los casi 700 del Vallès- se pueden trazar entre ambos hechos una serie de paralelismos y coincidencias.

La gestión del régimen franquista en las dos zonas siniestradas fue prácticamente la misma o estuvo diseñada con los mismos criterios: utilización de la maquinaria gubernamental a fondo en detrimento del voluntariado. Esta filosofía tenía como único objetivo hacer aparecer a ojos de la opinión pública y de la comunidad internacional los desvelos paternalistas del General Franco. Tanto en Valencia, como en el Vallès, el voluntariado fue ‘secuestrado’ por el régimen y sometido al aparato de la dictadura.

La Iglesia, que en ambas tragedias se convirtió en avanzadilla del voluntariado solidario, reaccionó, sin embargo, de manera diferente ante la maquinaria franquista, a pesar de que entre la riada valenciana y la catalana hubo sólo un lapsus de cinco años. Mientras la Iglesia valenciana, capitaneada por el obispo Marcelino Olaechea, se entregó en cuerpo y alma al aparato franquista sin rechistar, la Iglesia catalana, a pesar de estar liderada por el arzobispo Gregorio Modrego, se resistió a las maniobras franquistas, le plantó cara, le discutió sus criterios y acabó creando una red asistencial diferente a la del régimen.

La entrega de la Iglesia valenciana a la causa oficial llegó al paroxismo cuando el Obispo Olaechea de la capital del Turia se prestó a participar personalmente en un carnaval publicitario, organizado por Radio Juventud de Murcia, que duró varios días y en el que se subastaron todo tipo de objetos donados por los famosos para recaudar fondos a favor de los damnificados.

El Obispo de Valencia entregó a la Gran Subasta su anillo episcopal para que fuera subastado en la misma operación en la que días antes había sacado a la venta publica un burro bautizado con el nombre de Platero II, una camiseta del Atlétic de Bilbao, el capote de un torero o el crucifijo con que fue amortajado el fundador de la Falange, Jose Antonio Primo de Rivera.

El anillo del Obispo fue adjudicado por más de un millón de pesetas -6.000 euros, una cantidad exorbitante para la época, a la Agrupación de Conserveros de Murcia.

La imagen de un Obispo desnudo, sin el anillo oficial, se convirtió en el símbolo de la comunión entre la Iglesia tradicionalista y el régimen franquista. Aquel gesto fue un jalón más de la trayectoria de un clérigo que había venido compartiendo desde finales de 1936 los postulados franquistas y que no dudó en 1937 en firmar la carta de los obispos en favor de la Cruzada y para hacer un frente común al comunismo.

La donación de su anillo a aquella mascarada, punto culminante de su vida pastoral, quedó recogido en una foto en el que se le ve junto a la actriz Carmen Sevilla descendiendo por la gran escalinata del teatro, donde se celebró la última sesión de la Gran Subasta.   

El Obispo de Valencia Marcelino Olaechea,
junto con Carmen Sevilla y en un segundo
plano Vicente Parra en 1957

Las desventuras del anillo del obispo de Valencia destiló riadas de tinta y grandes titulares en la prensa, hasta el punto de convertir al Prelado en una víctima más de la riada; un obispo sin su anillo. Se abrió entonces una suscripción popular para regalar al obispo un nuevo anillo que él volvió a donar a los damnificados. El Papa Pio XII puso fin al culebrón del anillo obispal cuando desde Roma envío al jerarca valenciano un tercer anillo con la orden de no sacárselo nunca más del dedo. Todas estas peripecias obispales dejaron en la semipenumbra la labor de cientos de sacerdotes y seminaristas, que en disciplinados turnos de mañana, tarde y noche estuvieron sacando con palas el barro de las calles valencianas.

Por lo contrario, en el 1962 ante la riada del Vallés,  las autoridades eclesiásticas catalanas se movieron en silencio y con discreción. Pronunciaron eso sí los discursos oficiales que les impuso el protocolo en las ceremonias oficiales, sobre todo en los funerales solemnes presididos por el Caudillo. El arzobispo Gregorio Modrego no hizo ni un gesto más de los establecidos a pesar de que era tan adepto al régimen como su compañero valenciano. Ni los miembros de la Iglesia catalana ni los fieles le hubieran permitido al Obispo Modrego un comportamiento diferente.

La Iglesia catalana trabajó así sumida en el silencio. Pero no dudó en criticar y oponerse a la campaña oficial hasta el punto de divorciarse del régimen y apostar por una estructura asistencial al margen de la oficial.

¿Cómo es posible que la Iglesia catalana se comportara de manera tan diferente a la valenciana? Para empezar, por una simple razón, porque la Iglesia catalana se había empezado a regir de abajo a arriba y no de arriba abajo, como estaba estructurada la valenciana. Pero además, porque cuando acaeció la tragedia del Vallés, el Papa era Juan XXIII, que tenía desde un punto de vista social una actitud diferente a la de su predecesor Pio XII.

Hay que recordar que 1962, año de la riuada fue también el año en que empezó el Concilio Vaticano II, que colocó en entredicho aquella iglesia de pandereta que se había comprometido,  por encima de todo, con el franquismo.  

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